Hablar de relaciones tóxicas no es solo hablar de peleas o malentendidos. Es poner sobre la mesa vínculos que, en lugar de hacernos crecer, nos apagan. Son esas relaciones donde el amor empieza a doler, la calma desaparece y todo se convierte en una especie de campo minado emocional. A veces cuesta identificarlo desde dentro, pero cuando lo ves desde fuera, se nota: ya no hay respeto, ya no hay paz; solo un desgaste que va dejando huella.
Lo complejo de estas relaciones es que no todas se ven igual. Hay tipos distintos: desde el control disfrazado de protección hasta los celos constantes que todo lo contaminan; desde la dependencia emocional extrema hasta el maltrato silencioso que se esconde detrás de las indirectas. Incluso hay relaciones donde ya se ha cruzado una línea roja con violencia verbal o física. Y aunque parezcan diferentes, todas comparten algo: restan más de lo que suman, y dejan a las personas rotas, confundidas y/o agotadas.
Una relación tóxica de pareja es aquella en la que el amor (si es que queda algo de eso) se transforma en una trampa emocional. No hay crecimiento, no hay calma, no hay respeto mutuo. Solo un tira y afloja constante, culpa, desgaste y una dependencia emocional que muchas veces se disfraza de “pasión”.
Ejemplos hay muchos, y más de los que quisiéramos. Una pareja que te hace sentir que todo es culpa tuya, que te «ama» pero siempre acabas llorando. Que promete cambiar, pero repite el ciclo una y otra vez. Lo más doloroso es que, al principio, todo parecía amor. Pero con el tiempo, descubres que eso no era amor, era apego, miedo o costumbre. Y salir de ahí no es solo cuestión de fuerza: es también de conciencia, apoyo y, a veces, ayuda profesional.
Para tratar este tema tan complejo, en THE OBJECTIVE hablamos con el psicólogo Luis Miguel Real, autor del libro La mentira de la fuerza de voluntad.
PREGUNTA.- ¿Qué entendemos por relación tóxica y cuántos tipos hay?

RESPUESTA.- Una relación tóxica de pareja es aquella en la que el amor (si es que queda algo de eso) se transforma en una trampa emocional. No hay crecimiento, no hay calma, no hay respeto mutuo. Solo un tira y afloja constante, culpa, desgaste y una dependencia emocional que muchas veces se disfraza de «pasión».
Tipos, hay varios:
- La relación de control: uno de los dos quiere decidirlo todo. Qué te pones, con quién hablas, a dónde vas. Te hace sentir que el mundo es peligroso sin su «protección». En realidad, lo que tiene es miedo a perder poder y control sobre la otra persona.
- La relación de celos crónicos: cualquier excusa es buena para montar una película. «¿Por qué le diste like a esa foto?», «¿quién es ese que te ha comentado?». No es amor, es inseguridad con metralleta.
- La relación de dependencia: aquí nadie respira sin el otro. Se sufre más la idea de estar solo que los daños del vínculo. Uno (o los dos) cree que sin esa relación no vale nada.
- La relación pasivo-agresiva: no hay gritos, pero sí silencios eternos, sarcasmos, indirectas y mucha tensión. Se castiga con el desdén, con el «no te digo nada, pero ahí lo llevas».
- La relación con maltrato psicológico o físico: cuando hay insultos, humillaciones, amenazas o golpes. Aquí ya no hablamos solo de tóxicos, sino de violencia. Y eso requiere intervención profesional urgente, sin peros.
Y por poner más ejemplos: una pareja que te hace sentir que todo lo que haces está mal. Que te «quiere mucho» pero siempre acabas llorando. Que te pide perdón después de una bronca, pero la historia se repite como el día de la marmota. Y tú, sin darte cuenta, te vas olvidando de quién eras antes de conocerle.
P.- ¿Cómo se sabe que una persona está inmersa en una relación tóxica?
R.- El problema es que, desde dentro, muchas veces no se ven. Porque una relación tóxica suele colarse despacito, como quien no quiere la cosa, hasta que ya no sabes distinguir lo que es normal de lo que es intolerable.
Algunas pistas clave:
- Vives en tensión. Nunca sabes en qué estado de ánimo va a estar la otra persona. Vas con pies de plomo, mides tus palabras constantemente, como si fueras diplomático en zona de guerra.
- Te sientes culpable por todo. Si hay una discusión, es «por tu culpa». Si la otra persona está mal, «algo habrás hecho». Te tragas el cuento de que si cambias tú, todo irá mejor.
- Te aíslas sin darte cuenta. Ves menos a tus amigos, evitas contar lo que pasa en tu relación, empiezas a ocultar detalles. Porque sabes (aunque no lo digas) que algo no va bien.
- Tu autoestima está por los suelos. Antes te veías bien, ahora dudas de ti constantemente. Como si fueras menos válido, menos atractivo, menos todo. Y eso, curiosamente, coincide con el tiempo que llevas con esa persona.
- Te enganchas al ciclo del «bueno-malo». Discutís, te hace daño, luego te pide perdón, viene una fase buena… y vuelta a empezar. Ese vaivén emocional es adictivo, pero te destroza.
- Has normalizado lo anormal. Insultos, chantajes, amenazas, control… todo eso ya no te sorprende. Piensas «bueno, es su carácter», «cuando está bien es maravilloso»… Justificas todo.
Una persona atrapada en una relación tóxica no siempre lo sabe. Pero lo siente. En el cuerpo, en el ánimo, en los silencios. Si después de cada encuentro te sientes más pequeño, más confundido o más triste que antes… mala señal. La pareja debería ser refugio, no un campo de batalla. Y si duele más de lo que calma, algo no cuadra.
P.- ¿Qué neurotransmisores actúan en todo esto? ¿Cómo está nuestro cerebro cuando eso sucede?
R.- No voy a negar que en el cerebro se mueven cositas cuando estamos metidos hasta el cuello en una relación tóxica. Que si dopamina, que si cortisol, que si oxitocina… Pero, siendo sincero: no me gusta centrarme demasiado en los neurotransmisores. Hablar de neurotransmisores suena guay y muy científico, pero entender cómo se llaman los químicos no te va a sacar de esa relación ni va a ayudarte a poner límites. Al contrario, a veces nos distrae de otros factores más relevantes para entender las relaciones
Lo importante no es qué sustancia exacta está inundando tu cerebro cuando discutes, te reconcilias, te humillan o te prometen la luna. Lo relevante es lo que haces con eso que sientes. Porque hablar de oxitocina, por ejemplo, puede sonar muy bonito («la hormona del apego»), pero a veces esa hormona está ayudándote a quedarte pegado a alguien que te trata fatal. Y eso no te sirve de excusa.
Sí, cuando estás en una relación así, tu sistema de recompensa se descoloca. Puedes sentir subidones de dopamina cuando tu pareja por fin te hace caso después de ignorarte o maltratarte. Puedes engancharte a esos momentos de «recompensa emocional» como quien juega a una tragaperras. Pero, insisto: entender el cóctel químico no sustituye lo que de verdad hay que hacer, que es mirar de frente lo que está pasando, tener conversaciones incómodas, tomar decisiones duras y cambiar conductas.
Así que, sí, el cerebro actúa. Pero más importante que saber qué sustancias están bailando ahí dentro es preguntarte: ¿qué haces tú con todo eso? ¿Te quedas? ¿Te vas? ¿Pides ayuda? Ahí está el verdadero cambio.
P.- ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que debemos romper esa relación y lo hacemos?
R.- Romper con alguien que te ha hecho daño no es tan fácil como apagar la luz y ya. Porque, aunque racionalmente sepas que es lo mejor, tu cuerpo y tu cerebro todavía están enganchados a los rituales, al contacto, a la esperanza de que algún día cambie. Y ese enganche puede doler más que el propio maltrato.
Es normal pasar por una especie de «síndrome de abstinencia» emocional. Quieres volver, pero sabes que no debes. Te acuerdas solo de lo bueno (que lo hubo, claro, si no, no estarías ahí). Y te cuesta gestionar el vacío. Por eso muchas personas vuelven, una y otra vez, antes de cortar del todo.
Pero ojo, luego también empieza la parte bonita: reconstruirte. Recuperar espacios, amistades, confianza en ti. Volver a hacer cosas que te gustaban. Volver a ser tú sin la presión constante de agradar a alguien que te anulaba. Es un proceso de duelo, sí, pero también puede ser un renacimiento. Cuesta, pero vale cada segundo. Y si necesitas apoyo, no pasa nada por pedirlo. Salir de una relación tóxica no es solo irte físicamente. Es desengancharte emocionalmente y reconstruir tu vida con otros ladrillos. Y eso lleva tiempo, pero se puede. Se puede, de verdad.

P.- Y si nos dejan sin darnos explicaciones, ¿qué sucede en nuestro cerebro?
R.- Cuando la otra persona te deja de golpe, sin explicaciones, tu cerebro entra en modo «error 404». Es como si te arrancaran una parte de tu rutina, de tu identidad y de tu tranquilidad emocional. Y encima sin darte un cierre. Vamos, como si te quitaran una serie a mitad de temporada. Solo que aquí no es ficción, duele de verdad.
Lo que ocurre es que se activa una tormenta emocional: sorpresa, rabia, tristeza, confusión… y mucho «¿qué he hecho mal?». Tu cerebro empieza a buscar explicaciones para poder cerrar el capítulo, pero no encuentra ninguna. Y como odia quedarse con la duda, se inventa teorías: «No fui suficiente», «seguro que hay otra persona», «todo fue mentira»… Esto, más que química, es puro bucle mental.
A nivel neuroquímico, sí, se mueven piezas: la oxitocina (el pegamento del apego) cae en picado, sube el cortisol (la hormona del estrés), y el sistema de recompensa se queda seco. Pero lo que de verdad nos jode es la falta de sentido. No nos preparan para una despedida sin explicación. Y eso nos puede dejar enganchados a la necesidad de entender, de buscar contacto, de rogar respuestas. Pero, spoiler: casi nunca llegan.
¿Lo sano? Dejar de esperar que esa persona te dé paz y empezar a construírtela tú. Aceptar que a veces el cierre no te lo da el otro, te lo das tú. Porque si no puedes quedarte atrapado en una espera eterna, como quien se queda en una estación a la que ya no llega ningún tren.
P.- ¿El duelo en una relación tóxica es similar al de una relación normal?
R.- Sí y no. El duelo por una relación tóxica comparte algunas fases con cualquier ruptura (negación, tristeza, rabia, etc.), pero tiene una particularidad: viene con mochila extra. No solo te despides de alguien que fue importante, también tienes que desengancharte de una dinámica que, aunque te hiciera daño, te resultaba familiar. Y eso engancha mucho.
En una relación sana, el duelo duele porque perdiste algo valioso. En una tóxica, el duelo duele por lo que perdiste y por todo lo que soportaste. Y muchas veces también viene acompañado de culpa («¿por qué aguanté tanto?»), de vergüenza («¿cómo no me di cuenta antes?») y de una autoestima hecha polvo que hay que reconstruir desde cero. Vamos, que no solo te quedas sin pareja, sino también con heridas que a veces ni sabías que tenías.
Además, en las relaciones tóxicas suele haber una especie de montaña rusa emocional que genera adicción: picos de euforia, reconciliaciones dramáticas, promesas rotas… Eso deja el cerebro como una feria después del cierre. Por eso el duelo puede ser más caótico, más largo, más enredado.
P.- Usted habla mucho en sus redes sociales de la necesidad de aceptar la tristeza como parte de terapia. ¿Por qué es vital para nuestro cerebro?
R.- Buena pregunta. Y directa al centro de uno de los errores más comunes que cometemos: querer quitarnos la tristeza como si fuera una mosca. La tratamos como un fallo, como algo que hay que corregir. Pero no, sentir tristeza no es un error del sistema. Es una señal, una alerta, un mensajero que nos dice: «Oye, algo importante ha cambiado o se ha perdido. Toca parar y procesar».
A nivel cerebral, la tristeza no está ahí para joderte el día. Está para ayudarte a bajar el ritmo, a mirarte hacia dentro, a revaluar lo que te importa. Si no la escuchas, si te la tragas o la tapas con vías de escape fáciles (Netflix, alcohol, redes sociales, compras compulsivas…), lo que haces es postergar el problema. Y tu cerebro lo sabe. Por eso, tarde o temprano, te lo vuelve a poner delante… y más fuerte.
Aceptar la tristeza es clave porque es parte del proceso de adaptación. En terapia lo vemos claro: si alguien no se permite estar triste, no se está permitiendo cerrar una etapa. Y sin cierre, no hay paz. Punto. Además, cuando rechazas lo que sientes, te estás rechazando a ti. Estás diciendo «esto que me pasa está mal», y eso mete aún más presión al sistema.
Así que sí, la tristeza es incómoda. Pero no es enemiga. Es la antesala de muchos cambios necesarios. Solo hay que dejar de huir de ella y aprender a convivir con lo que nos duele. Porque el problema no es sentir tristeza. El problema es intentar vivir como si no la sintieras.
P.- Al margen de todo ello, ¿cree que estamos patologizando todo lo que nos pasa?
R.- Totalmente. Vivimos en una época en la que cualquier emoción incómoda parece un síntoma y cualquier conducta fuera de lo «productivo» se convierte en un trastorno. ¿Estás triste unos días? «Tienes depresión». ¿Te cuesta concentrarte en el trabajo? «Igual tienes TDAH». ¿Te da pereza quedar con gente? «Igual eres autista o tienes fobia social». Y así, hasta el infinito.
Esto no significa que los trastornos no existan, ojo. Lo que significa es que estamos metiendo en la misma caja el malestar cotidiano y los problemas clínicos. Y eso tiene un peligro: que empezamos a creer que todo sufrimiento es un error que hay que corregir con pastillas o diagnósticos, en vez de entenderlo como una parte natural de la vida. Estar jodido a veces es normal. No todo es un trauma. A veces estás cansado porque trabajas mucho. O te cuesta dormir porque tienes una preocupación. Y ya.
Además, al ponerle nombre a todo, nos quitamos responsabilidad. En lugar de decir «esto me cuesta, voy a ver cómo lo gestiono», decimos «es que tengo X, por eso no puedo cambiar». Y eso te deja atrapado. La etiqueta puede ayudarte a entender lo que te pasa, pero también puede convertirse en una excusa que te impide tomar acción.
En resumen: sí, estamos patologizando la vida. El reto es aprender a distinguir entre lo que es sufrimiento inevitable y lo que realmente requiere intervención clínica. Porque si todo es un problema, nada lo es de verdad. Y lo que no podemos permitirnos es dejar de normalizar el malestar humano.